146
147
El primogénito era todo lo que la madre podía soñar, un
niño despierto que buscaba su aprobación y cariño, buen
estudiante y deportista. Dedicó a él todo el empeño de
una madre primeriza y todas las ansias acumuladas de
ser la esposa de un aviador. Las prolongadas ausencias
de su marido no hacían más que estrechar el vínculo que
la unía con su hijo, tanto que secretamente llegó a sen-
tirlo sólo suyo.
Con la hija ocurría lo opuesto. Tímida y callada todo el
tiempo, no vivía más que para las historias de papá. Su
familia era el hombre que viajaba volando por los cielos
y que en cada regreso le traía amuletos y fábulas con los
que llenar sus horas solitarias.
Parada en la puerta de entrada los vio a ambos bajar
corriendo de la buseta. Sus hijos no podían ser más dife-
rentes. Él le echó los brazos alrededor de las rodillas, casi
tumbándola. Su hija siguió de largo, y trepó las escaleras
de dos en dos.
Esperó un momento, entró a la casa y empezó a servir el
almuerzo. Luego llamó con voz calma a la mesa.
—Piolín no está– dijo la niña sin sentarse.
—¿Cómo que no está? –contestó ella, había en su voz un
leve temblor.
La niña dio media vuelta y subió las escaleras. Se escu-
chó un portazo y luego, silencio. Pensó en subir tras ella
pero su hijo había empezado a sollozar sin ninguna ex-
plicación. Era mejor esperar a que llamara su marido, él
siempre sabía cómo calmar a la pequeña.
La tarde siguiente un ruido brusco la sorprendió mien-
tras extendía la ropa. Corrió al balcón. Bajo la jaula había
una silla, junto a esta la niña respiraba agitada.
—¿Dónde está tu hermano?
—Iba a quitar la jaula, me dijo que Piolín estaba muerto
y que no iba a volver.
Espantada, se aproximó al pasamanos y gritó con angus-
tia al ver el cuerpo del niño.
Durante algunos días no supo de sí. El avión de su ma-
rido estaba varado en Europa por una nube de ceniza.