42
43
Medellín, lunes 13 de agosto de 2012
Natalia: hoy sábado 18 de agosto no puedo demorar el
envío del análisis de nuestro último almuerzo: el No. 16.
Pues me quemo yo mismo si no le mando rápido estos
renglones. Bien sabe que enumero y le escribo siempre
luego de cada uno de nuestros encuentros al mediodía
para almorzar.
Lo de ayer fue un corrientazo de alto voltaje. Es como
haber pasado por la silla eléctrica y haber sobrevivido.
Yo, en un comienzo de mis sueños desmedidos, supu-
se, soñé y quería que el primer abrazo entre nosotros
ocurriera en el avión de ida para Los Ángeles. Me daba
bríos y me tenía un poco de confianza para ese día. Te-
nía alientos, disposiciones y paciencia (yo, El Impacien-
te) para esperar hasta ese incierto momento. Pero todo
se adelantó, afortunadamente. Y el abrazo en el avión
no será el primero, apenas será el primero por los aires.
Aunque por los aires ando yo luego de nuestro abrazo de
ayer. Supongo que es como estar bajo el influjo de algún
narcótico.
Hacía tres décadas no me sentía así. En efecto: el primer
abrazo que le di a una mujer que no fuera mis abuelas
o mi madre fue para Berenice cuando yo tenía 14 años y
estaba en séptimo grado. Eran tiempos en que uno to-
davía era casi un niño a esa edad. El abrazo que le di a
esa niña, uno o dos años más grande que yo, no me dejó
dormir por varias noches y no me dejó despertar por va-
rios días. Me pregunté durante toda una semana si era
cierto, lo había deseado y me parecía real, o lo estaba
soñando. Recuerdo que no podía concentrarme en las
clases. Que no quería volver a montar en bicicleta. Que
pasaba las noches y los días como un zombi y que lo
único que yo quería era volver a repetir ese abrazo con
la rubiecita Berenice otra vez para siempre durante la
extensa vida por toda la eternidad. Recuerdo con nitidez
que me dije en esa ocasión memorable: “Caramba, aca-
bo de empezar a ser hombre”. Y recuerdo también que
por vez primera empecé a tener la consciencia de la tes-
tosterona caminándome por todo el cuerpo. Ese abrazo
con esa señorita blanca y ojiazul fue el inicio del adiós a
la infancia. Recuerdo, por supuesto, el momento del día,