176
177
Yo la veía llegar todas las mañanas, puntual, mientras
avanzaba hacia la bruma espesa del agua y esperaba
atenta el desembarco. Se paraba a un lado del muelle
moribundo y se quedaba contemplando el descenso es-
calonado de los morenos corpulentos que descargaban
el producto de la pesca nocturna. Los pescadores, por la
intensidad con que la anciana detallaba sus cuerpos su-
dorosos, pensaban que se trataba de una vieja decaden-
te, de una lúgubre señora que llenaba la soledad de sus
días mirando la juventud en marcha de unos cuerpos sa-
ludables. Algunos murmuraban con desprecio: “ahí está
la loca otra vez”.
Más tarde laobservabansoportando la luz violentadel sol, gol-
peando con su rostro en apariencia amargo el viento sucio
que arrastraba el olor penetrante de los peces frescos que
se retorcían sobre los costales. En la libreta iba anotan-
do minuciosamente los eventos del día, para no olvidar
la vida, como una memoria escrita para su hijo ausente.
Cuando terminaba su habitual inspección, se escondía de
los rayos letales en mi tienda y se quedaba admirando con
asombrolosinmensosbagresbigotudos,elcuchillotasajean-
dolosfiletesresplandecientesymepreguntabasiemprepor
elpesodelanimal,avecesvivo,quereposabasobrelamesa.
—Es como sacar un ternero del agua, doña Esther. Imagí-
nese. 78 kilogramos de pura carne blanca. Mejor dicho,
ni usted y yo juntos –le decía mientras la veía esbozar
una sonrisa a medias, con ternura inocente, agradecida
de antemano, pues sabía que su alimento diario depen-
día en parte de la porción que yo ponía en su bolsa. Le
besaba la frente arrugada, fría incluso bajo el calor del
mediodía, y la veía desaparecer despacio con su bolsa al
hombro. En la tarde regresaba con las manos en la espal-
da y se sentaba a ver caer la tarde, rumiando en silencio
la nítida sobriedad de las gaviotas y los barcos oxidados
bailando sobrios. Reflujo.
Yo había conocido bastante bien a su hijo Juan e incluso
habíamos llegado a ser buenos amigos. Todos en el puer-
to conocían a la perfección su osadía nocturna, una vi-
rilidad de principiante que lo había llevado a conquistar
las bestias acuáticas más inverosímiles. En las mañanas
llegaba cargando como un premio el animal inmenso y
lo colgaba del garfio de la balanza para posar orgulloso