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ese desorden tan típico de la gente de la que no sabemos
si piensa en blanco y negro, o qué es lo que ve cuando
ve, porque me fundo en este, tu bosque milenario, que
cantaba a los dioses paganos y celebraba la fertilidad
derramando el semen sobre las semillas en la tierra, y
vuelvo a la planicie y sus escolios de Natura. Una ciudad
de leche agria, orines y marihuana. Esqueléticos made-
ros instalados en asfalto. Papeles amarillentos forman-
do un basurero en los adoquines. Agua y tiempo. Santos
mutilados y castrados, como nuestros nativos pecadores
vendidos tipo carne al por mayor. Rememoro, mientras
mis dedos tímidos hurgan en tu bolsillo roto un poco
de calor; en tus vellos nacientes, una pelusita de placer.
Te me escapas asustada cuando siento la humedad. Te
escondes en la Neue Kerk, aquella en la que desde hace
años dejaron de rezar y hoy la habitan con teatralidad
de espejos en los que los vestidos de novia con ramas
por cabellos bailan solitarios sostenidos con cuerdas en
el aire. Salgo a la calle, pues supongo que te has ido.
Magia insoportable de bicicletas volando como abejas.
Planeta mestizo en que confluyen cuerpos tibios junto
a la Estación Central. Rostros similares y ajenos a mi
memoria. Grito tu nombre impronunciable y no respon-
des. Los callejones semicirculares me llevan cerca de la
casa de Descartes. Hasta que por fin te veo en una de
las vitrinas, escuchando la confesión de una prostitu-
ta a la que se le dañó la calefacción de su Sarcófago.